
Señores, ¿os gustaría oír un bello cuento de amor y muerte?...” Así podría comenzar cualquier historia de pareja, con las palabras de la más emblemática narración de amor trovadoresco de todos los tiempos, el Romance de Tristán e Isolda, ese mito intemporal de pasión, adulterio y muerte.
Nadie, en cambio, ha cantado nunca las excelencias del amor burgués, si no lo hizo para denigrarlo; o de la pareja feliz, tal vez porque se piense que una tal vida no tiene de suyo historia alguna que contar ni interés. O, a lo sumo, y si lo tuviera, se aproxima en su forma a una tediosa agonía sin estética, como el pez que boquea para morir fuera del agua.
Cantamos a la pasión romántica, por lo que tiene de sinvivir, o al sufrimiento del abandono, mientras aspiramos a embarcarnos definitivamente en una elección de pareja que sea tan necesaria como incontrovertible. De hecho, la pareja es una de las muchas formas que los seres humanos hemos inventado para vincularnos. La única, sin embargo, que soporta sobre sus frágiles hombros todo el peso de nuestros anhelos y de nuestras más profundas nostalgias. Aspiramos a que nuestra pareja sea el sagrado recinto de la completa intimidad, el refugio buscado con tanto desasosiego, el lugar de la pertenencia, del reconocimiento, del amor insensato o poético, de la confianza inquebrantable; de, en fin, un largo etcétera de sueños y quimeras. Una suma de anhelos, expectativas y deseos prontos a confrontarse con la realidad, a ponerse en acción y recrear así la historia de una pareja, sus inicios, sus características peculiares, su especialísima tensión vital; y, a veces, su derrumbamiento y concluyente final.
Mucho se ha escrito sobre el amor y la relación de pareja, sobre su duración o los conflictos propios de esta unidad de vida. Tengo sobre la mesa una amplia colección de libros, como una selva en la que uno estuviera pronto a perderse. Desde las elevadas reflexiones éticas sobre el matrimonio del danés Kierkegaard, a las más prosaicas investigaciones americanas de C. Rogers; desde las intuiciones filosóficas de Denis de Rougemont a la febril simplicidad de Sternberg y su geométrico triángulo del amor. Es un hecho indudable que tanta tinta derramada y tantos potenciales lectores no hacen sino evidenciar la muy occidental preocupación sobre esta cuestión del amor y de sus consecuencias personales y sociales. Ahora se añade a este selvático festín un pequeño librito de Robert Neuberger, algo engañoso en la forma y prolijo en la extensión, cuyas ideas más importantes quiero comentar aquí.
Conviene, antes de entrar en ello, comenzar con un pequeño aviso, a modo de jaculatoria rogativa para cualquier lector despistado. No es el libro de Neuberger una obrita de esas que ahora se califican de autoayuda, aunque nada en su portada nos pudiera llevar a pensar lo contrario. En ella, sobre un fondo gris apagado, vemos caminando, de espaldas a nuestros ojos, a una joven pareja, sana, fuerte, informal. Tal vez andan aparejados hacia un destino futuro de vida común, envueltos en una suerte de mandorla fotográfica, como el nimbo beatífico de algunos santos. La chica se vuelve a mirarnos de soslayo. Lleva estampada la felicidad en el rostro y al compañero bien sujeto, sin que haya en ese gesto metáfora alguna sobre sus secretas intenciones. El lector que toma el libro en sus manos bien pudiera verse tentado a devolverlo al anaquel, con pudoroso gesto de rubor ante la desatada portada que lo envuelve. Si, a pesar de todo, no lo hace, encontrará en sus páginas algunas ideas dignas de atención y comentario. Olvidaron en la imprenta en viejo dicho castellano: el buen paño, en el arca se vende.
A vueltas con la identidad
Neuberger sostiene que la pareja ha pasado a jugar en estos últimos años el papel que tenía la familia extensa a comienzos de siglo. La casa-pareja (como él la llama) es el equivalente posmoderno y romántico de la casa-familia. Pero la casa-familia fue en el pasado algo más que una institución, ligada a condiciones sociales y económicas que la justificaban. En realidad, la casa-familia conformaba en su seno un complejo circuito de pertenencia; esto es, era un recurso más -y muy importante- en la estructuración de la identidad social y personal de sus miembros. Así lo entendía el legislador del siglo XIX, que llevaba el derecho en esa misma dirección en cuestiones tan importantes como la herencia, el patrimonio familiar, los hijos y su legitimidad, y tantos otros temas de semejante índole. No había aquí espacio para la pareja. El referente claro era la familia y, en un sentido estricto, la familia patriarcal.
Los grandes cambios económicos de la industrialización trajeron consigo la lenta, imparable fragmentación de la casa-familia, y la concentración de sus diversos roles en los pocos miembros de la familia nuclear. Ésta, sobrecargada por las nuevas necesidades de una sociedad en rápido cambio, no siempre ha sabido o podido sustituir con acierto los diversos roles que una familia extensa podía cumplir con mayor holgura: apoyo mutuo, cuidado de los mayores, socialización de los infantes, unidad casi autosuficiente de producción y consumo...
La familia nuclear predomina hoy en nuestra cultura económica, ya universalmente extendida por doquier. Pero las propias reglas del mercado parecen ahora dispuesta a quebrar su espinazo. Pues la familia nuclear no es, desde el punto de vista de un sistema post-capitalista, la unidad ideal de consumo. Sus escasos miembros productivos limitan en exceso la posibilidad del gasto. El mercado necesita ampliar las demandas y, para su satisfacción, hemos de avanzar hacia una sociedad de individuos, de unidades aún más pequeñas. Productivos, desde luego, pero -y sobre todo- potenciales usuarios de los servicios: servicios sociales, servicios de salud, servicios de ocio y tiempo libre... Es decir, consumidores.
Frente a esta influencia ubicua del entorno y las circunstancias, no ha de resultar extraño que vengamos a depositar en la pareja tantas aspiraciones, como el náufrago lo hace sobre el viejo leño que flota a lo lejos, batido por el oleaje. Esperanzas que no ponemos en la pareja real; desde luego que no en la del desgaste de la vida cotidiana, sino en una pareja idealizada, que quintaesencia en su seno algunas de nuestras más hondas esperanzas y anhelos.
La pareja ha aparecido, así, como un recurso más para la estructuración de nuestra identidad como sujetos, que es una identidad construida en la intersección de diversas pertenencias. Porque esos sistemas de pertenencia son los que me permiten reconocerme y ser reconocido por los otros como alguien a tener en cuenta. Un sujeto que existe en la intersección relacional de diversos sistemas. El individuo deviene autónomo y adulto no porque se separe de su familia de origen; o no tan sólo por eso, sino porque se desvincula para revincularse de nuevo y adquirir así una red más o menos tupida de nuevas dependencias. Frente a la grosera visión del individualismo de raíz anglosajona, cuyo referente mítico es el vaquero que cruza solitario la llanura de una pantalla cinematográfica, sin otra compañía que la de su montura, tenemos que ofrecer una más sutil conceptualización del individuo, que alcanza su autonomía por el hecho de estar facultado para escoger sus propias dependencias.
Esta sería una de las razones por las que se decide vivir en pareja. Pues ya no sirve -por incompleta- la de decir que la pareja es la garantía de perduración de la especie o la supervivencia del grupo. Hoy sabemos que eso no es del todo cierto, y que no tiene por qué ser de ese modo.
La pareja abre un espacio de mayor autonomía personal, en el que cada uno de sus componentes adquiere un nuevo estatus social y un diferente reconocimiento familiar. Por eso habla Neuberger de ella como de un grupo de pertenencia que amplía el núcleo de identidad -la narrativa, dirán otros autores- de cada uno de sus miembros.
Neuburger señala que la pareja no es sin más una relación, pues muchas relaciones que establecemos a lo largo del vivir y que nos resultan satisfactorias no conforman por ello una pareja. Hay en ésta un plus, que va más allá de las reglas implícitas o explícitas que regulan otro tipo cualquiera de relaciones. Este plus es el invento de un destino, es decir, la construcción mítica que en torno a esta clase de relación elaboran los individuos. Construcción que, dicho sea al vuelo, resulta difícilmente comprensible para el ajeno espectador.
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