
Ausloos fue uno de mis terapeutas de referencia. Quizás porque escribió poco, quintaesenció su forma de trabajar en breves pero intensas líneas que conviene leer y releer con atención, como quien visita a ese viejo amigo que siempre tiene cosas interesantes que contar y que está dispuesto a hacerlo si le prestamos alguna atención. Hay terapeutas verbosos y desatados, que no cesan de publicar y publicitarse y terapeutas secretos pero lacónicos, que nada escriben o comparten; en medio, hay terapeutas esenciales. Ausloos perteneció a esta última hornada. No hubiera hecho carrera académica, si tuviéramos que medir sus conocimientos y capacidades por las resmas de papel que acumuló bajo su firma. Pero fue y sigue siendo ese compañero conciso cuya lectura atenaza, provoca, inquieta, pero nunca decepciona.
De él he aprendido, y espero seguir aprendiendo en sucesivas relecturas de sus escritos, algunas cosas esenciales. No sólo la maldita connotación positiva, esa vuelta de tuerca al a veces forzado optimismo de la mirada apreciativa, sino sobre todo su insistencia en la necesidad de cuidar la herramienta en que consistimos y de prestar especial atención a lo que nos sucede en el encuentro terapéutico; la capacidad para mirar a las familias en lo que tienen de competentes sin descuidar su lado oscuro, o el ritmo diverso con que se producen entre sus miembros los procesos que se dirigen al cambio, que tan a menudo poco tienen que ver con el ritmo vital del propio terapeuta que los atiende. De todo esto se ha hablado largo y tendido, y hoy son ya lugares comunes aunque a veces se olvidan, en el fragor de lo más contemporáneo, y conviene revisitarlos de nuevo como el paseante que ya conoce los caminos pero no por eso disfruta menos del paseo. Es lo que tienen los clásicos de cualquier rama del conocimiento, que regresamos a ellos y apenas han envejecido o, si lo han hecho, conservan una dignidad indefinible y cierta apostura intelectual aún incólume. Siguen siendo fuente prolija de ideas para quienes se encuentran abiertos a este fecundo intercambio.
Es curioso –y es algo que también he leído en alguna página de Ausloos- el afán que ponemos en defender nuestras hipótesis, nuestras teorías, nuestros sistemas explicativos. Tememos que, al abandonarlos, se vaya con ellos buena parte de nuestro saber, cuando no otra de nuestra propia identidad como terapeutas y nuestra competencia profesional. La realidad relacional es muy compleja. Las teorías nos ayudan a abordarla de una manera más sistemática y ordenada, más clara y sencilla, reducida a perspectivas que consideramos esenciales. Pero, conviene recordarlo, sólo son teorías. Están bien mientras resisten y también están bien cuando podemos ponerlas en suspenso, cuestionarlas y abrirnos a la creatividad. Con el tiempo, muchos terapeutas amaneran su estilo por repetición, como les ocurre a los músicos y a los pintores. Hay cierta reiteración burocrática y manierista en sus intervenciones, que los tranquiliza y los vuelve previsibles. Con suerte, conservan algo de la chispa que les llevó a esta profesión tan extraña: esa curiosidad intelectual que los años puede haber ido limando en pro de esa efectividad tan pragmática que nos caracteriza –porque de vez en cuando es cierto que hemos de obtener resultados, como decía Churchill-, alimentando así el monstruo de las intervenciones sin comprensión y la aplicación ciega de la técnica, reiterada hasta la saciedad. Hay un peligro en estos automatismos. Las solas técnicas, dejadas a su albur y automatismo, no funcionan.
La posición del no saber no tiene una fácil defensa. Genera justificada ansiedad, genera comprensibles miedos entre los propios profesionales, que reciben el dictado social de la efectividad como mandato social insoslayable. Como el trabajo terapéutico se basa siempre en las relaciones, planea sobre él el juicio que los demás emiten acercan de nuestra propia capacidad, de nuestras artes de “magos o chamanes”. El no saber es creativo, pero difícil; fecundo, pero inquietante. Eleva de forma exponencial nuestro contacto con la ansiedad y el temor al fracaso. Pero hay que aprender a sostenerse en este temor, y Ausloos sigue siendo uno de esos autores que a mí me han ayudado a mantenerme en él y a no doblegarme a un mero hacer por hacer, por salir del paso, por rebajar mis propios niveles de ansiedad más que por entender lo que sucede relacionalmente ante mis ojos; Ausloos me ayuda a sentirme menos incómodo en compañía de la incertidumbre. No debemos subestimar las competencias y capacidades que surgen del no saber, igual que no debemos fiar toda nuestra capacitación al empleo automatizado de las técnicas. La mano que sostiene la espada o el pincel de la bella metáfora minuchiana deja en evidencia que los instrumentos han de ser una prolongación del propio cuerpo, no un aditamento funcional pero artificioso, un órgano más que una prótesis. La técnica no suple las incompetencias del profesional, sino que las magnifica cuando no hay detrás una persona, con sus cavilaciones, sus dudas, su experiencia acumulada; su vida, en una palabra.
El llamado síndrome del impostor es, a buen seguro, creación de un insigne incompetente, para actuar sobre el resto por igualación. Ausloos es una buena vacuna contra estas incompetencias.
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