Cum grano salis

Publicado el 22 de febrero de 2025, 19:57

Frente a esa tentación de adobar de consejos la cháchara cotidiana, para especiar el menú o sazonarlo, propongo un remedio mucho más prosaico y casi al alcance de cualquiera, y que consiste tan sólo en hacer buenas preguntas. ¿A qué llamo “buenas preguntas”? Buenas preguntas son aquellas que el interpelado aún no se hizo ni se paró siquiera a pensar. Preguntas cuya mera presencia actuarán como un reto y le ayudarán a desbrozar, con su clarificación, el camino más directo hacia la acción a partir de la nueva información que habrá extraído de sí mismo, de su reflexión, por una suerte de anamnesis socrática.

Si te digo lo que has de hacer, ni te ayudo ni te sirvo. Si te pregunto qué harás, te empujo suavemente. Pregunto para invitar a la acción, no tanto a la reflexión.

Nadie puede vivir la vida de otro, ni sustituirlo en nada esencial. Sabemos por experiencia que los hijos no aprenden de los buenos consejos que destilan sus padres, sino de las acciones que les ven emprender y con las que van determinando su propia existencia. Los consejos son como el perfume, una pequeña gota es suficiente, bañarnos en un barreño de esencias provoca arcadas de náusea.

Es difícil, sin embargo, situarse en la posición del no saber, en la disposición adecuada de quien hace esas buenas preguntas. Un terapeuta avezado es aquel que sabe preguntar. Un buen entrevistador, como dejó dicho Jay Haley, uno de los mejores.

Entre dos signos de interrogación se abre un mundo inexplorado, un abanico de inciertas posibilidades, y se invita al así inquirido a dar una respuesta con sus actos que ni el más atinado de los consejos podría sustituir. Cuando aconsejamos en demasía, ponemos en duda las capacidades y los recursos de los otros y nos ganamos a pulso la decepción que acompaña siempre a las palabras que se gastan en el aire, vanos disparos de fogueo.

Si aún fuera necesario, bastaría que prestásemos atención a los gestos que imperceptiblemente se reflejan en el rostro de quien aconseja: el semblante severo, la voz engolada, la mirada puesta en un porvenir nefasto que parece advertir si no cumplimos con lo que se nos sugiere, el tono serio con que se enuncia el más manoseado tópico y se viaja por el lugar común como si se estuviera abriendo paso por tierras ignotas y no por esas zonas en las cuales se habita sin pensar. Observemos ahora las diferencias que se abren en el rostro de quien interroga, sin jactancia, pero con curiosidad. Es el rostro del filósofo que pregunta al mundo y, parándose allí, espera a que éste le responda.  Aguarda, sostiene la respiración con paciencia, esperando a que algo se manifieste. No se precipita, no se impacienta. Hay en la pregunta una jovialidad irónica, una alegría profunda y una hermosa curiosidad, sobre todo cuando el que pregunta no es un policía, sino un hombre o una mujer con ganas de conocer el paisaje inesperado de su prójimo, la vida del otro, que es aventura, y sus destinos, que están recamados de incertidumbres. Nunca se hizo filosofía con doctos consejos, sino con aceradas preguntas. Tampoco se hace así terapia, que es otra forma de indagación. Si queremos que la puerta se abra, hagamos las preguntas pertinentes. Atrevámonos.

Espero que nadie tome esto por un consejo…

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