
El poder es, sin duda, un tema importante en el universo relacional de las personas. Pero, desde la perspectiva sistémica, debemos reconocer que todos los individuos disponemos de cuotas o espacios de poder. Frente al poder que viene de fuera, social o tradicionalmente legitimado, encontramos el poder interno que se ejecuta en las propuestas de relación, en la danza y los juegos interpersonales.
El terapeuta no puede ignorar de qué forma las reglas sociales delimitan y restringen los significados y las acciones de los individuos. Pero eso no implica sostener que las personas no tengan capacidad para actuar en esos límites y también para cambiar las propias reglas de juego. Tampoco debe ignorar que es incluso legítimo escoger actuar dentro de esos mismos límites, sin cuestionarlos.
¿Debe ser, pues, la terapia revolucionaria o conservadora? La terapia ya es ambas cosas y ninguna. Nos movemos en un territorio sutil y pantanoso, el de cómo ser hombres y mujeres en una sociedad perpleja y líquida. No es extraño que algunos terapeutas se planteen la relación entre las restricciones sociales y el sufrimiento de las personas, a veces haciendo especial hincapié en la cuestión inevitable del género. No es una mera cuestión teórica, pues hay muertes que anuncian los periódicos. Llegados a este punto, algunos terapeutas se preguntan cómo cambia una sociedad. Añosa pregunta, que ya respondieran en el pasado filósofos de lustre. Las sociedades cambian cuando cambiamos a las personas; es decir, por la educación.
Pero a terapia acude gente que ya está educada y sobre la cual ya pesan los prejuicios y las formas dominantes de uso social. Las personas llegan a terapia porque a la vez quieren cambiar y conservar; esa es la dinámica misma de la vida. La terapia facilitará, si es lograda, ese cambio, sin deslegitimar lo que las personas desean mantener siempre que no sea eso la causa de sus sufrimientos. La terapia no enseña de forma directa, no va al asalto numantino de las murallas de ninguna ciudadela ideológica. No es esa su función. Y tampoco juzga, pues el terapeuta no se encuentra en ningún espacio privilegiado que legitime su juicio por encima de otros. El arte de la terapia consiste, a mi modo de ver, en comprender y preguntar; y llevar a las personas, por medio de un hábil interrogatorio, a que vean lo que ahora no ven. No plantándoselo ante los ojos, en actitud de falso paternalismo, sino facilitando que su mirada pueda enfocar otras cosas, lo no visto. Es un proceder socrático, que ha de conducir a las personas a su propio estado de perplejidad o aporía, a partir del cual se les haga necesaria una mirada diferente.
El reto de futuro pasa por comprender el poder como fenómeno relacional complejo y, con ello, restituir la responsabilidad personal de los individuos en las acciones que emprenden y realizan. Esto no puede ser usurpado por un discurso social paternalista desde el cual alguien (experto, profesional, etc.….) dicte a los demás cuáles son las acciones, pensamientos y emociones socialmente correctas y legítimas. Esta sustitución de la autoridad externa por la responsabilidad personal de los hombres y las mujeres es un paso necesario para la emergencia de una sociedad un poco más justa y emancipada.
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