La trastienda de un terapeuta

Publicado el 14 de abril de 2025, 18:15

      Uno hace terapia como es. Nuestros rasgos de personalidad, nuestro talante vital, nuestras tendencias más profundas, así como nuestras capacidades y recursos personales se ponen sobre el tapete y entran en juego durante el encuentro terapéutico, despertando reminiscencias de nuestra propia experiencia vital, de las maneras como hemos ido encarándola. Sólo de esta autenticidad genuina brota eso que llamamos el arte de la terapia. Arte que no nos exonera de los necesarios aprendizajes técnicos, pero sin el cual estos son movimientos tal vez precisos y ajustados, pero sin alma. Las técnicas están bien, necesitamos conocerlas, de la misma forma que hay que aprender a detectar las regularidades en el funcionamiento relacional de los sistemas; pero todo ello, con ser importante,  no basta, a mi juicio, para hacer de alguien un terapeuta efectivo. El título enmarcado de nuestros aprendizajes profesionales colgado de la pared de nuestro despacho es una condición necesaria, pero no suficiente, para ser eficiente y eficaz en este trabajo relacional.

     Quizás convenga reflexionar sobre lo que un terapeuta entiende por eficacia y eficiencia de la terapia, como ejemplo paradigmático de lo que es para él la terapia. He tenido oportunidad de dialogar y debatir con frecuencia con mis alumnos sobre qué cosa es y qué cosa no es una terapia. He compartido con ellos muchas respuestas y deseos, al tiempo que estas reflexiones me llevaban a afinar qué entiendo yo por terapia y en qué consiste para mí esta profesión. Al profundizar en estas respuestas he advertido no sin sorpresa que en grado diverso me iba alejando de lo que otros profesionales dentro de mi mismo modelo entienden por terapia. Alejándome de unos y acercándome a otros. Esto es inevitable.

       Para mí la terapia es una profesión que tiene un sesgo específico en el universo semántico de la ayuda. Creo que algo que me ha hecho eficiente en este trabajo es que no he sentido una especial propensión personal hacia la ayuda. Carezco de esa vocación por el sacrificio y la entrega a los otros, que tanto admiro en los demás, aunque no comparta.  Así que la ayuda que yo puedo prestar tiene poco que ver con los píos y misericordiosos deseos de entrega caritativa que están en los orígenes históricos del acompañamiento del prójimo en nuestro país, en razón de su historia y sus circunstancias, en sus formas laicas o religiosas de solidaridad o caridad. Huyo de pensar que la gente es buena o mala, porque eso pertenece al universo de la moralidad o de la ética, que dejo casi siempre fuera de la sala de terapia. Este casi es importante, porque hay ocasiones en que esto no es posible, por ejemplo, cuando se trabaja con niños maltratados o abusados. No tengo idea de qué es una pareja ideal, un hijo ideal o un progenitor ideal, excepto que ninguna de estas idealidades existe en el mundo donde yo me muevo. Sólo en el interior de algunas cabezas. Huyo también de aquellos discursos en lo que el profesional dictamina lo que debería haber (y no hay) o deberían tener (y no tienen), porque los debería nos ciegan para lo que hay y, sobre todo y para mí peor, porque los debería me vuelven inoperante. Los “debería” son expresiones que conducen al mundo de la ética o de la política ucrónica, no al de los hechos o las realidades relacionales. A ellos aplico siempre la cortante hoja de la guillotina de Hume. Cada vez que surge el “debería”, corto el enunciado.

    Me niego en mi trabajo a empujar más que la familia a la que atiendo o a hacerme responsable de su crecimiento y cambio, al tiempo que trato y me esfuerzo por devolverles a ellos esas capacidades que han obstruido y esa misma responsabilidad sobre sus vidas y las elecciones que en el vivir cada uno de nosotros compromete. Las personas saben hacer más de lo que hacen y suele haber razones poderosas para funcionar por debajo de sus propias posibilidades. A menudo lo que hacen es lo que saben hacer, lo que en otros momentos fue funcional y adaptativo. Trato de no olvidar este principio. Tampoco olvido el miedo y las dificultades a que éste nos empuja.

    Para mí, un terapeuta eficaz es aquel que sabe escuchar con atención genuina y curiosidad relacional lo que la gente le cuenta; y que sabe aprovechar entre lo que la gente le cuenta aquel instante irrepetible en que las personas le ponen ante la mirada el modo amoroso que podría reparar los vínculos que con el tiempo se han deteriorado. El vínculo es lo más importante. El terapeuta eficaz contribuye a crear ese momento reparador, esa historia contenida y latente que hay en todas las historias y que sería la que ayudaría a abrir espacios de recuperación y sanación. Las heridas psicológicas que nos hemos infligido no son de la misma naturaleza que las enfermedades biológicas, aunque no me cabe duda de que nos afectan en nuestra misma y única unidad psico-corpórea.

     Detrás del estilo terapéutico de cada uno está quien cada uno es. Los terapeutas también podemos padecer síntomas, sufrir trastornos, arrastrar cuentas pendientes y llevar sobre los hombros pesadas cargas transgeneracionales. A menudo solicito a los terapeutas en formación que se auto-diagnostiquen a partir de los criterios diagnósticos vigentes, y que imaginen una terapia en que ellos fueran el significado paciente identificado. Conviene bajar al albero de vez en cuando, aunque me sigue sorprendiendo su reacción de sorpresa, pues sucede que a menudo no se habían detenido a pensarse como pacientes. Como ocurre en las familias, la presencia del paciente identificado nos hace a los demás, por contraste, un poco más sanos. El terapeuta herido que no se mira a sí mismo es un terapeuta parapetado en lo profesional, sea esto lo que sea. Utilizarse a sí mismo y parapetarse son para mí dos expresiones mutuamente excluyentes.

     Lo terapéutico es lo relacional, la forma como aceptamos de modo genuino (no impostado ni técnico) a la persona del otro, la atención focalizada sobre nuestras propias percepciones, la escucha activa y empática, la percepción del efecto que los demás nos causan, la guía de unas preguntas que se hacen para movilizar los recursos que el otro tiene y que está infrautilizando. Lo que cura es la relación, confesaba Irvin Yalom. Estoy en total sintonía con él en esto.

    Con el tiempo, los manierismos propios también reducen las capacidades del terapeuta. Como nos sucede en la familia de origen, nuestra posición queda definida por lo que hacemos y por lo que nos atribuyen. Lo que los demás nos atribuyen contribuye a condicionar nuestra capacidad de intervención, estrechándola. Lo enseñaba a menudo Minuchin. Y Ausloos nos advierte contra el peligro de que un terapeuta se enamore de sus hipótesis y quiera acomodar la realidad compleja de las relaciones a su mirada subjetiva sobre las mismas. Yo hablo del terapeuta enamorado de su forma de intervenir o de su modelo cuando este se convierte en algo fosilizado o en una forma de intervención automatizada, sin alma por decirlo al metafórico modo. Algunos equipos terapéuticos nos ofrecen una salida digna frente a tales fijaciones: la constante innovación de los restos del equipo de Milán, por ejemplo, de la mano de Matteo Selvini, sería un ejemplo de este proceso profesional en curso. El mundo y las familias cambian a más velocidad de lo que cambian nuestros esquemas explicativos. Aprender a trabajar desde esta incertidumbre forma parte de nuestro bagaje profesional ineludible. Como ya he señalado, los conocimientos técnicos precisos para cualquier profesional que se precie sirven para pulir el estilo relacional personal, siempre y cuando no creamos que con la nuda técnica podremos sustituir y suplantar la creatividad de la intervención del profesional.ç

Fragmento de un artículo aparecido en el número 67 de Mosaico con el mismo título

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Comentarios

Avila de torres Antonio
hace 10 días

Hola Javier, compartí totalmente tu acertado analisis.
Un saludo