
Es arriesgado pedir cinco minutos cuando se ha de hablar del amor, pero es el tiempo con el que hoy cuento, sin retóricas. Cinco minutos que espero serán suficientes para decir algo sobre este mito y sobre las razones de su vigencia. El tiempo ajustado para el cansancio o la incitación.
Estoy seguro de que todos retienen su memoria los compases del galloup con que Offenbach cierra su ópera Orfeo en los infiernos. Me refiero al famoso cancán que alguna vez han debido tararear. A ese ritmo quiero hablar del amor fusional que plantea la ópera Orfeo y Eurídice, de Gluck y dejaré para otros minutos el hacerlo del amor desengañado y engañoso del Orfeo en los infiernos de Offenbach. Dos óperas y dos visiones completamente distintas sobre idéntico asunto: la pareja y su destino, el amor como fusión por un lado y el agostamiento del amor conyugal por otro.
La historia es de sobras conocida, pues el mito de Orfeo y Eurídice forma parte de nuestro imaginario colectivo. Eurídice ha muerto huyendo de los reclamos amorosos de Aristeo, y Orfeo se lamenta de su desgraciada hasta provocar la compasión de los dioses y el favor de Cupido –o de Eros, que en esto hay alguna divergencia entre los autores de que esto escriben-, quien le ayuda con sus artes a recuperar a la apurada ninfa. En la versión de Gluck, el amor y la fidelidad triunfan sobre la muerte y la amada vuelve a la vida entre vítores y alegrías, en un preanuncio curioso de lo que será más adelante eso que llamamos amor romántico. En la versión de Offenbach, el triunfo lo es sobre las convenciones y el pseudo amor que trataba de guardar las apariencias girando en el vacío. En ambas óperas, Orfeo y Eurídice consiguen sus metas, aunque de forma muy diversa. En la primera, la fusión de los amantes, la simbiosis de pareja; en la segunda, la separación de quienes ya nada tienen que ofrecerse y el reencuentro con el amor verdadero, que es el amor por otro o por otra, por alguien distinto.
Pero ninguna de las dos óperas nos habla realmente del amor, sino de momentos distintos de la pareja o de tipos distintos de pareja. La primera es una historia sobre el período anterior al amor, el enamoramiento. Y un canto feliz e ingenuo a lo que podemos llamar “amor indiferenciado o fusional”
Hay, ya desde Platón, y acaso en consonancia o analogía con el amor materno, un afán siempre frustrado o insatisfecho de fusión entre los amantes. Es el amor romántico el que aparece entre las bambalinas de la ópera de Gluck, ese amor soñado o imaginado en que dos serán por fin uno solo, por encima de cualquier circunstancia. Y digo bien: soñado o imaginado, presente en los primeros hervores de la formación de la pareja, en esa etapa de estrechamiento de la atención que llamamos enamoramiento y que no es aún amor, sino sólo los preludios del amor, intensos sin duda, pero iniciales. Es un sueño o una quimera del que habrá que despertar en algún momento, pero que opera sobre nuestra fantasía y sobre la proyección de nuestros anhelos en la otra persona, la persona amada, que se convierte así en el único objeto de toda nuestra atención y nuestro intereses, de forma casi obsesiva. No es que el amor romántico sea ciego, es más bien que el horizonte de la mirada del enamorado no tiene espacio para otras realidades que no sean las de la persona amada, hasta adquirir el cariz de febril obsesión.
El amor romántico es fusional. No percibe ni los límites ni las diferencias; y, por ello, es también imperialista y aniquilador. Al amor romántico le vienen como anillo al dedo las metáforas bélicas de la conquista y la rendición, del acoso y del derribo, de la caza y la cetrería. No queda bien decir esto en estos tiempos pusilánimes, pero es así. Un amor que causa estragos, pero que nos hace vibrar como ninguna otra clase de amor lo hace, con los arrebatos incendiados de la pasión.
Pero en la ópera siempre llega la tragedia. Eurídice muere y Orfeo se da cuenta de que este amor simbiótico, fusional, le ha dejado al otro lado, en la vida, sin saber qué hacer con ella. Recordemos el aria emblemática de la obra, el Che farò senza Euridice? que es lamento por la muerte de la amada, cuando el poeta ya no puede aguantar el sufrimiento de esperar a salir del infierno para ver a su esposa. Sin ella, sin Eurídice, ya no hay sentido alguno que nos sostenga sobre la faz de la tierra. Si Eurídice muere, también ha de morir Orfeo. Los amantes no pueden vivir el uno sin el otro. “Mi dolor no puede expresarse”, dice en su lamento Orfeo, hablándonos de lo que el duelo es, pero también de lo que este amor representa. ¿Qué puedo hacer sin mi amor? ¿A dónde ir sin mi amor? La amada es el mundo y no hay, para el enamorado, otro mundo que ella.
Yo, a mi pesar, soy antirromántico, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que reniegue del amor. Sólo que lo comprendo a otro nivel. El enamoramiento no es más –ni menos- que el estado inicial y larvado de un potencial vínculo afectivo duradero. Del enamoramiento se puede pasar al amor, al dolor de la ruptura o a la indiferencia del desencanto, no sin sus inevitables peleas y dolorosas escaladas de pura simetría. No podemos permanecer mucho tiempo en el delirio del enamoramiento, cuya naturaleza es episódica. Hay una línea sutil -que no siempre se traspasa en nuestra cultura- entre el enamoramiento y el amor, el vínculo amoroso que nos compromete en la duración. Y que promete permanencia en el tiempo
El amor es intercambio. Pero, para que pueda haber intercambio, es necesario que haya dos. Al menos.
Es descubrimiento de la individualidad insobornable del otro, que no soy yo. De su valor único, que enriquece con su mera presencia el mundo en que ambos habitamos. Amamos todo aquello que queremos que siga existiendo. La vida sin el amado no es que sea imposible, es que queda empobrecida. Por eso decía un filósofo que “amar es estar empeñado en que el otro exista”. No que sea yo; mucho menos que sea mío. La simbiosis y la posesividad casan mal con el amor.
Por amor se genera el reconocimiento del otro, de su específica forma de ser, la diferenciación por antonomasia, frente a la cual encontramos en el otro extremo la fusión indiferenciada, que supone la absoluta anulación de la alteridad, el desamor, la negación de la existencia del otro como tal otro. El ideal romántico, pues, casa mal con el amor más complejo y matizado, sobre todo cuando pretende usurpar su lugar. Pero ya he dicho, es el momento inicial, al menos lo es en nuestra cultura.
Del momento final habría querido hablar, pero me prometí cinco minutos, que ya seguramente se consumieron. Quiero terminar con una observación clínica, quizás intuitiva, pero que se presenta a menudo en las consultas. No es raro ser testigo de muchas parejas que están enredadas en el juego del desamor y que te cuentan, sin percatarse, que aquello que las enamoró es lo que ahora traen en disputa, lo que enciende sus diferencias y les empuja a la discusión y el desengaño. Hay una palabra que refleja bien esto que quiero decir: desencanto. Lo que nos encantó de la amada nos desencanta, años más tarde, en nuestra pareja. Nos enamoró su tímido recato, y ahora nos enciende de rabia su inacción y pasividad; nos fascinó su iniciativa entonces y ahora reprochamos el que esté siempre yendo a la suya, nos encantó que tuviera tantos amigos y ahora no podemos soportar que pase su tiempo con ellos, y así ad infinitum. Este y no otro es el asunto de Orfeo en los infiernos, la ópera de Offenbach, y de tantas historias que escuchamos en la terapia y en la vida. Supongo que les suena.
Pero esto tiene otra música y ya no es la música del amor.
Añadir comentario
Comentarios