Desdecirse

Publicado el 23 de abril de 2025, 22:25

Los otros son a menudo testigos mudos pero infatigables de nuestras acciones. Su juicio –tan certero casi siempre- dibuja señales que nos resultan ajenas cuando nos las muestran, aunque cincelen los vívidos rasgos de nuestros rostros y de nosotros, sus autores. Me hice a la idea de que me acostumbraran a ver como una persona seria y discreta, testimonio que a menudo redundó en beneficio propio, por aquello de que la discreción se valora al alza en tiempos de exposición como estos. Confieso que obtengo no pocas ventajas de aquel que no me sé, del fantasma que ignoro, de quien otros dicen que soy. Pero me sorprende ser eso, aunque lo use a mí favor. Ese otro que ellos ven soy también yo, incluso más propiamente yo, a veces, que yo mismo.

No salgo al mundo desde mi interior, sino que me descubro al salir al mundo. Por eso decía Sócrates: Habla, para que te pueda ver, como si lo que se muestra en realidad estuviera ocultando otros aspectos, como la luna que sólo nos ilumina con una de sus caras. Vemos a los otros como cuerpos opacos, y fantaseamos con la vida intensa o indiferente que se empeñaron en vivir. La palabra, en cambio, nos vela y nos revela. Muestra tanto como esconde. Engaña y dice verdad. Los niños aprenden a mentir a partir del momento en que aprenden a decirse, y descubren casi sin notarlo el poder engañoso de los vocablos. De mayores, advertidos de esa fuerza que vive en las palabras, solemos abandonarnos durante más tiempo a prolongados silencios, porque la bestia necesita descansar y busca un rincón en el que reposar su inquietud. Decir nos muestra, nos abre en canal a ojos extraños y, por ello, a veces debemos ocultarnos y hasta mentir. Una vía regia es ese decir que nos manifiesta. Una vía expedita.

Y la vida, al principio, en su albor, es más un decir que otra cosa. El joven ignora hasta qué punto ese decir le hará contraer deudas consigo mismo y le conducirá de forma inadvertida hacia un fracaso que sólo él llegará a conocer en toda su extensión, pues fue el dueño de sus palabras, el amo de sus promesas, que dilapidó no bien fueron pronunciadas en vano. Decimos, pues, para hacer lo que luego no haremos. O para convencernos de que deberíamos hacerlo sin que ello, por sí solo, nos empuje a la acción. La especie humana puede prometer, y en toda promesa duerme la larva de una traición, de un incumplimiento. La palabra, que fija el mundo, condena al viviente a percatarse del contraste entre lo que prometió y lo que logró después, entre la promesa y su materialización vital. La palabra es la espuela que se nos hinca en los ijares, nos empuja y o nos condena o nos salva. Pero el joven no lo sabe aún, y malbarata las palabras como si éstas no hubieran de convertirse en los barrotes que lo encarcelarán luego o en la llave maestra que lo liberará de su prisión. La palabra apenas vale nada y, sin embargo, lo es todo. Por eso el delirio y la locura germinan allá más que en el mutismo, porque el silencio siempre puede pasar inadvertido, como si fuera otra cosa, un deje de prudencia quizás, un ensimismamiento meditabundo; pero la palabra transparente duele o calma, sostiene o hunde, deja ver u oculta La palabra nos dice y nos desdice. Desdecirnos es el primitivo destino vital, del que pocos hombres llegan a salvarse con el paso continuado de los días.

Pero hay algo peor que la traición a este sueño que fuimos, y es quedarse en la penumbra de la promesa, existiendo siempre como mera potencia, como pálpito incumplido, en perpetua espera de realización. Mañana, mañana seré, dice aquel que se queda en los umbrales. Mañana comenzaré a cumplir aquello que me prometí a mí mismo que sería, mi batalla perdida o mi salvación, porque la promesa es en sí misma algo serio y tal seriedad exige entrega total, sacrificio absoluto; y así pasan los días y de la promesa sólo queda la exigencia de esa seriedad nunca vivida, nunca llevada de verdad a la práctica. De forma que quien más ahínco puso en denunciar la necesidad de vivir una vida auténtica es quien al final se halla más alejado de cumplirla, como si la vida hubiera urdido una pesada broma haciéndole creer que habría un día siguiente en el que fuera posible todavía dar cuenta de lo pendiente o que su adolescencia perpetua jamás habría de madurar. Cayó, como si dijéramos, por su propio peso. Ha pasado, así, de joven a viejo apenas en un pálpito, y toda la vida entera que dejó atrás ha sido una vida sin vivir, una vida en la promesa que nunca se realizó, incumplida. Una vida, eso sí, que apenas quedó esbozada, como le sucede al protagonista de la novelita de James, La bestia acecha, en espera interminable, en apunte de gesto inconcluso que, al dibujarse en el aire, quedó expuesto a la mirada y al ridículo.

Mañana, en la acción, siempre es tarde.

 

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