De la amistad (3)

Publicado el 27 de abril de 2025, 23:07

Pero hay otras formas de encuentro relacional amistoso que no motejamos de verdadera amistad. De esta clase de amigos hay centón. Amigos que son colegas de trabajo y comparten con nosotros horas y vivencias y un espacio común; amigos a los que une el interés por el deporte o las mujeres, las comidas o la charla más insustancial, casi siempre la crítica de otros, el chismorreo o la queja inoportuna. Personas que necesitan de otras para legitimar su punto de vista sobre el mundo.

Hay amigos que se frecuentan a diario, y esa frecuencia del roce es lo que traba una cierta amistad. O aquellos otros que comparten parecidos problemas o dificultades semejantes, a los que les une el consuelo de las pequeñas confesiones y las vivencias compartidas. Amigos de la etapa de crianza de hijos pequeños o de adolescentes cerriles, amigos de consuelo en el momento en que debemos ir despidiéndonos de los que se están yendo. Amistades así nos traen el desahogo y los recursos y nos ayudan también a ver que es posible pasar por donde otros ya pasaron e, incluso, que lo haremos en compañía. No son amigos verdaderos, pero configuran algo muy parecido a la amistad. Generosamente les damos también el nombre de amigos, sin serlo en un sentido profundo y pleno.

Hay quien se jacta de que los vínculos débiles, aunque numerosos, son el modo en que hoy día podemos las personas tener amistad. Pero eso es degradar a sus últimos escalones la amistad verdadera, al considerar al otro en función de lo útil que puede ser para mí hoy o mañana, al considerar al otro en su forma más instrumental, como si un amigo fuera una inversión a plazo fijo, un mero nodo de nuestra red profesional, que habremos de activar cuando nos sea preciso. Tener conocidos es sin duda algo que interesa a cualquiera, una estrategia meditada para sobrevivir en un terreno profesional pantanoso, pero no sacia el anhelo de amistad que sostienen las personas. Es un sucedáneo, como la achicoria lo es del café. De conformarnos con ello hacemos eso que tan adecuadamente describe la frase hacer de tripas corazón. Nos diluimos, así, entre los muchos, en una suerte de vínculo con pocas exigencias, tal vez por temor a que alguien cruce la imaginaria frontera que nos separa del mundo y descubra cuán frágil es nuestra coraza o el edificio entero en que consiste nuestra vida. Que sea una suerte de ostracismo voluntario, de retirada querida por el sujeto, no añade un plus de verdad a la elección que efectuamos ni da más empaque a esos vínculos debilitados. Sobre tales vínculos utilitarios es difícil que se genere una verdadera amistad, pues pesa sobre ellos la planificación, estrategia y objetivo que con tales vínculos reclamamos.

Apunta Alberoni que la verdadera amistad es la relación más moral de todas, y lo es en la medida en que se basa en aquel enunciado kantiano que nos conmina a no convertir a los demás en medios para nuestros propios fines. En la amistad que calificamos de auténtica, esta conversión se halla reducida a su máxima expresión; pero, para el hombre, actuar por encima de sus posibilidades no sólo le es difícil, sino que le es imposible. No somos capaces de desprendernos total y absolutamente de ese otro aspecto utilitario que a veces cobija la más verdadera de las amistades. Y lo que no es posible evitar, hemos de aceptarlo como una parte más de todo lo que somos. En la amistad auténtica hay elementos utilitarios, pues, pero reducidos tanto cuanto nos es posible hacerlo a los humanos.

Y por eso a veces ingenuamente definimos la amistad como aquella relación en que podré contar con la ayuda del Otro si ella me fuera necesaria. Aunque en el fondo aspiramos a que quede así, en un mero contar con.

De los amigos verdaderos siempre cabe decir que son buenos y que en la relación cumplen con lo que es esta aspiración a la bondad, encarnándola, por así decirlo. Del amigo nada malo esperas, ni tan siquiera como mal deseo. El amigo se alegra con tus alegrías, y no se solaza ni en secreto con tus penas.

 

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