
Pese a que el individualismo sea, posiblemente, uno de los caracteres dominantes de la cultura occidental, es obvio que éste descansa en el implícito de nuestra innegable e irrenunciable naturaleza relacional. Llegamos a ser humanos por la socialización. Toda nuestra vida viene marcada por este proceso, en el cual el papel que juega la red social significativa de cada individuo es de suma importancia.
De modo que, cuando llega el momento de afrontar esta etapa tardía y sus efectos, habremos de considerar que éstos no sólo van a repercutir sobre la persona que transita por dicha etapa, sino sobre todos los sistemas de pertenencia significativos de dicho individuo: familia, amigos, conocidos, servicios sanitarios y de cuidados, etc. La muerte de un ser querido o el diagnóstico de una enfermedad avanzada colocan a los sistemas familiares más cercanos ante la necesidad de actuar, de reconstruirse psicológicamente, de reorganizar los roles y de explicitar activamente los modos de cuidarse y de ayudarse en estas situaciones de crisis.
El paciente con una enfermedad con un final anunciado o el anciano saben que recorren las últimas vueltas del camino y han de integrar esto en el sentido que le dan a su vida.
Si la vida propia y las relaciones se han vivido de forma suficientemente satisfactoria, seguramente esta integración resultará menos difícil. Su vida –como la de todos, siempre incompleta- tendrá algún sentido para esa persona. En caso contrario, el anciano se verá dominado por la angustia, el dolor de una soledad no deseada o la desesperación con que se encara una cuenta atrás irreversible o desesperanzada.
Para todos, el sentido es algo imprescindible y éste no viene dado por el mero discurrir de nuestra temporalidad –el paso del tiempo-, sino por nuestra vivencia personal de esos hechos, interpretados a la luz de nuestras preferencias, deseos, hábitos y valores, inculcados, potenciados o construidos en un determinado contexto, que es la matriz de estos significantes.
La vida puede ser absurda en sí, pero el ser humano se empeña en darle un sentido o se lo busca, sencillamente porque lo necesita para vivir.
También los supervivientes han de integrar las pérdidas que se adivinan en su propio relato de la vida. La pérdida o la enfermedad final acostumbran a poner en jaque nuestras narrativas sobre el mundo y la vida. Además, la nueva función de cuidadores, que suele recaer en primer lugar en la propia familia, y a menudo en uno solo de sus miembros, evidencia la frecuente tentación y el peligro de congelar la vida propia para dedicarla al cuidado del enfermo.
Sabemos que en la ancianidad se van a vivir una serie de fenómenos para los que no siempre los miembros de un sistema están preparados, aunque fueran en su mayor parte previsibles. Estas situaciones diversas pueden resumirse bajo la rúbrica de “pérdidas”.
Constataremos una pérdida progresiva de la autonomía personal, una pérdida de poder en determinadas áreas de la vida, acompañada a veces de una pérdida de estatus social y económico, sumando a todo esto la pérdida de seres queridos y/o cercanos (viudedad, muerte de amigos y conocidos, etc.). Todo ello puede engendrar sentimientos de soledad, o de irritación por no ser ayudado como se esperaba, o sentimientos asfixiantes de ser una rémora para los demás, culpa, etc. El abanico emocional es grande y variado… Y en el sistema familiar, estas situaciones generan a menudo conflictos y tensiones por la forma en que se ejecutan las funciones de cuidado o por el ajuste entre los tiempos de los diferentes miembros de la familia para asistir a otros en esta función de cuidar.
El cuidado tiene que ver, por un lado, con la propia estructura familiar (de las familias aglutinadas a las desligadas) y, por otro, con el estilo familiar idiosincrásico de cuidado y ayuda (cómo aprendimos en nuestras familias de origen a cuidar, a pedir y a depender, quién tiene el mandato de ejecutar ciertos roles o la cuestión de género, tan decisiva aquí) . Pero hay que advertir que, pese a estos esquemas, en el juego relacional de los sistemas familiares no existe una lógica que permita predecir cómo será la conducta de sus miembros cuando transiten por una situación semejante.
“Preparando una vejez suficientemente buena. Prevención y cuidados familiares en la edad tardía”. En Mosaico, nº 89, enero 2025
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